Les Mauvais Garçons

Se me nublan los vértices de la razón.
Si esto es estar en las nubes, prefiero seguir bajo las estrellas, aunque desde aquí me sienta más cerca.
El malecón que empezaba en Aranjuez se me quedó pequeño y la brisa que me despeinaba, al cortarme el pelo se metió en mi cabeza. La hidrocefalia crece, mi materia gris se hace cada vez más pequeña, lo mismo que los números de mi cuenta corriente.
Pienso por qué no puedo pensar, y recuerdo que ya no tengo cabeza, la perdí hace algún tiempo, cuando se sentó en un viejo sofá de cuero marrón, en una esquina de la calle rosa, en una galería-café-bistró del Barrio Alto de Lisboa, con nombre francés y camarero español.
En una esquina me pareció ver a un pequeño duende recortando corazones, mientras dos americanas se repartían una tarta de tiramisú. La luz de las velas se quedó en mis retinas y cuando el teléfono de los años 20 sonó, el duende, con la ayuda de un viejo ventilador, esparció por toda la sala los corazoncitos que había pasado la tarde recortando.
No pude quedarme con ninguno, porque estaban hechos con egamento para el alma y la mía ya la había regalado hace tiempo.
Se me hizo tarde, las mujeres ya habían tenido que recoger mi colada, que nunca más colgaría de aquellos coloridos y desconchados balcones; mientras mi cuerpo corría y mi alma paseaba por Madrid en taxi, mi antigua cabeza se quedó para siempre sentada en el destartalado sofá de cuero marrón.

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