La cultura murió de miedo

En aquel momento las calles de Granada se sumergieron en un poético silencio que no se recordaba desde el día de Navidad de 1500.

Le detuvieron la noche el 17 de agosto de 1936. Unos dicen que le mataron esa misma noche, otros que le tuvieron un par de días en los calabozos. Dicen que fue la madrugada del 19. Hace 72 años. Ramón Ruiz Alonso había denunciado a Federico García Lorca días atrás. El poeta había ido a pasar el verano en Granada, en la Huerta de san Vicente, propiedad de su familia, una de las más ricas e influyentes de la provincia. Comenzaban los primeros disturbios de la Guerra Civil, pero había rechazado el asilo que le ofrecían Colombia y México desde el otro lado del Atlántico. Cuando le detuvieron se encontraba en casa de unos amigos falangistas, los Rosales. Juan Luis Trescastro, el compadre de Ruiz Alonso dijo un par de días más tarde en el bar Pasaje, conocido como "La pajarera", que le había metido "dos tiros por el culo por maricón". Un amigo de Federico, el pintor Gabriel Morcillo, salió del establecimiento en completo silencio y los presentes miraron hacia el suelo. No hubo risas, ni alharacas. Por las calles de Granada, sólo reman los suspiros.

La melancolía inunda los paisajes urbanos del último reducto de Al-Andalus desde que, hace más de cinco siglos, el inquisidor arzobispo de Toledo, el hombre de moral incorruptible, el cardenal Jiménez de Cisneros arrojara a la hoguera del olvido cientos de miles de volúmenes que la sabiduría andalusí había conseguido conservar en las bibliotecas públicas y privadas de la capital del Reino Nazarí. Con inquina en la mirada, retorcía su labio leporino en lo que pretendía ser una sonrisa mientras observaba desde la balconada de la casa episcopal cómo siglos de cultura se consumían entre las llamas en la plaza de Bib-Rambla, al mismo ritmo que el futuro y la ilusión de los herederos de un modo de vida milenario. Mientras los locos del Maristán eran obligados a presenciar el crimen, los granadinos lloraban la pérdida irremediable que a ellos les ardía en las entrañas. Tratados filosóficos, científicos, médicos, astrológicos, o agrícolas de incalculable valor se convirtieron en cenizas en la misma plaza donde un día se celebraran justas en la onomástica del profeta Mahoma.

Hoy en el centro de esa plaza, un Mickey Mouse con acento ecuatoriano hace figuritas de globos para los niños y, entre perro y girafa, se levanta la enorme cabeza de cartón piedra para descansar y fumarse un cigarro. Los mercaderes vuelven a abarrotar la Alcaicería, pero esta vez son licenciados en filosofía o matemáticas que vienen buscando el sueño de una vida mejor y el camino más corto es venderle un delantar de lunares y con volantes a una rosada holandesa por 5 €. Bajando hacia la calle Mesones, cruzando la plaza de la Trinidad, la casa de Los Rosales es el hotel Reina Cristina, cuya historia sólo se recuerda de lejos por el nombre de su restaurante: Federico García Lorca. Con el mismo nombre, en Alfacar, entre papeleras invertidas, restos de un botellón y de un picnic familiar dominguero, las letras de los versos del poeta llacen en el suelo, en un parque que un día fue el pinar que le sirvió a su fusilado cadáver como última morada.

Allí donde el hombre arrasó con su miedo la amenazadora presencia de una potencia intelectual superior a la suya, crece un erial con semillas saladas que sólo dan el fruto amargo de la ignorancia.

Agosto 1949

¡Ay, Federico García,
quién lo podía decir!
¡Ay, Federico García,
muera la Guardia Civil!
Lo que en otros no envidiaban
ya lo envidiaban en ti.
Un sepulcro como tu nombre
y una ciudad de raíz.
La sangre que se agolpa
quiere ahora hablar por ti.
Toda la pena de España,
todo este pus de raíz,
y más allá de mí mismo,
el pueblo que grita en ti:
¡Ay, Federico García,
muera la Guardia Civil!

Inédito de Gabriel Celaya
Se publica ahora, gracias a una investigación de historiadores de la Universidad de Granada.