Sahara, martes 9 de diciembre

Después de desayunar mi pan con queso y mi café de puchero, me convierto en cartera real, y me voy a repartir los paquetes y las cartas que me dieron las familias de Granada para sus niños.
Atravieso las dunas con los dos Azmán, con Dada y con un amigo, que pone el coche. Tras una parada en la "gasolinera", en la que con una garrafa y un embudo ponemos un poco de gasolina en su renault 5, visitamos Chdería, Mheiriz, Farsía, Haussa... conozco todas las dairas de Smara.
En una de las jaimas arreglan la carne de camello entre las moscas. Me cuentan que se han juntado siete familias para matar un camello en vez de un carnero en la gran fiesta y entre todos comparten la carne. En esta tienda, excesivamente decorada, no encuentro al niño, que está estudiando en Argelia, pero le doy la carta al padre y la hermana.
Aquí las calles no existen y circular significa ir pasando entre las casas o por donde vayan marcando las piedras que alguien apartó del paso para ponerlas alrededor de alguna edificación de adobe.
Me invade la sensación de que la improvisación se ha organizado en estos campamentos.
Paramos y preguntamos en mientras vamos en el coche y conseguimos encontrar a otra de las niñas destinatarias de las cartas. "Hermano, hermana, ¿puedes ayudarme?". Qué bonito y qué triste es ser hermanos de arena. Arena en las venas.
También damos con un niño discapacitado que no vive con sus padres, sino con la única familia que ha sido capaz de darle cobijo. Otra niña, otro niño... Hay un problema con una de las niñas, Galia. Me dicen que tenía dos sitios con su nombre para viajar a España y ella se fue a Barcelona. Con el mismo nombre su prima vino a Granada. Las listas y las plazas para los privilegiados es lo que tienen.
La jaima de su prima, la verdadera destinataria de la carta, está decorada con telas de Hello Kitty. Muy curioso símbolo de la globalización en mitad del desierto.
Jadesha y Azmán se van a Tindouf a estudiar, porque se ha acabado la fiesta y yo les esperaré. Volverán en su fin de semana, que aquí es jueves y viernes.
Dada me dice que si quiero ir a casa de su hermano y yo digo que sí, como siempre, sin saber muy bien dónde ni con quién. En un coche con 7 personas (4 detrás y 3 delante), con música mauritana a tope en la radio, soy un poco consciente de donde estoy.
Está anocheciendo y tras el adobe y las jaimas, el sol ya está naranja y el cielo entre morado y negro. Al azul va muriendo con el día. Atravesamos el campamento dejando atrás una nube de polvo denso, en el que flota la música, mientras el coche salta, y dentro todos cantan y dan palmas.
Llegamos a la casa nueva de Bachiri y Maluha, aún con el adobe recién puesto. Las cortinas son nuevas y junto a las paredes hay colchones rojos y dorados a modo de sofás. Una estantería sirve de escaparate para una televisión, un DVD, una radio-CD, algunas fotos, un estuche de maquillaje, la foto de una abuela muerta y flores (de plástico de colores que no existen en la naturaleza). Toda la distinción que un vendedor de últimas tecnologías puede permitirse en mitad del desierto.
Vemos una telenovela: Azgar o algún nombre turco parecido. Durante un larguísimo minuto se mira en una foto de su amada en llamas mientras llora sin lágrimas. Luego comemos. Hombres por un lado y mujeres por otro. Me cuentan que si un hombre quiere casarse, debe pagarle a la familia de la mujer, primero en metálico, y luego lo que la familia de la mujer le solicite en especia (una casa, una televisión…) Tras un ratito de sobremesa volvemos a casa.
Mis padres me habían llamado, pero, para variar, yo no llevaba el móvil. Le mando un mensaje a mi hermana Rosa, aunque es difícil fiarse de ella. Ya casi se acaba la noche, muy parecida a la anterior.
El tiempo se detiene, sólo importan los que te rodean y que sin nada se puede ser feliz.

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