Saad

Hace cientos de años el verano también era muy duro en la Alhambra. Los patios se quedaban vacíos, arrullados por el murmullo de las fuentes y el cantar de las chicharras. Mientras, sus habitantes naturales, como mis congéneres los gatos, los pájaros, ranas, ardillas o culebras que podían servirnos alguna vez de alimento, intentaban resguardarse de las altas temperaturas. Algún que otro ser humano también se refugiaba con nosotros en los lugares más frescos durante las tórridas tardes de estío, a la sombra de alguna parra, una palmera o alguna higuera.

Pero qué falta de delicadeza por mi parte. Se me olvidó presentarme. Me llamo Saad y soy uno de los cientos de gatos que pueblan la Sabika desde que Alhamar decidió construir aquí una fortaleza más segura que la antigua Cadima del Albaicín. Sobre esta misma colina se eregía una pequeña edificación defensiva y, con sus ruinas como semilla, germinó una ciudad que habría de maravillar a generaciones enteras durante siglos.

En aquellos primeros años de mi existencia no había tantos árboles por los alrededores. En verano no había dónde esconderse del calor y, si conseguías escabullirte al interior de alguno de los patios de palacios, casas o jardines que abundaban por la colina, te arriesgabas a que te echaran de un escobazo. Así que lo más difícil en la estación más calurosa del año era (y aún sigue siendo) dormir un rato en algún sitio fresco, a salvo de escobazos furiosos, y aguantar así la mayor parte de la tarde hasta que llegase la noche y con ella el relente de Sierra Nevada.

Entonces con la fresca, podía uno recobrarse del sofoco del agotador día y acumular energía comiendo un poco y callejeando hasta el amanecer por las otras ciudades, cruzando el Darro hasta el Albaicín o bajando por el Mauror, llegando a orillas del Genil. Si no había muchas ganas de moverse, más arriba en los Alixares había suficientes almunias como para pasar una buena noche sin andar demasiado.

Hoy día, a comienzos del siglo XXI, tampoco ha cambiado mucho la vida aquí. El verano sigue siendo abrasador y, de un tiempo a esta parte, si me ven refrescarme en algún níveo suelo de mármol para echar una siestecita, corro el riesgo de que quieran exterminarme. Y la noche aún es el momento más liberador, cuando baja el viento fresco de la sierra a aclarar los pensamientos, los refresca y los expande.

A veces la calima del sur, que es el cálido suspiro de nuestros hermanos del Sahara, no deja que ese relente recorra las calles y plazas de la ciudad. Entonces busco liberar mis pensamientos cerca de alguna alberca, riachuelo o charco y vuelvo a callejear hasta el amanecer, buscando caminos perdidos desde hace siglos sin llegar nunca al final del recorrido. Me he convertido en un corredor de larga distancia, que no sabe muy bien cuánto tendrá que caminar para llegar a la meta, ni qué le espera cuando la cruce. Sin embargo, no puedo imaginarme en una de esas noches de calor haciendo algo que no sea buscar un trocito de gloria, de esa que entra por las ventanas y hace a los humanos conciliar el sueño con un pensamiento agradable, cuando no incluso, con una sonrisa.

1 comentario:

María dijo...

Ahora mismo deseo ese verano que describe, no porque ame el calor, sino porque sería otra fecha distinta a esta.