Ayer volví a los campamentos de refugiados saharauis en un sueño.
Allí seguían las esperanzas y las frustraciones de cientos de miles de personas atrapadas en un agujero del tiempo. Cientos de ojos enormes y brillantes me sonreían. Ojos color tierra que me acogían y me hacían sentirme parte de algo importante, de ellos mismos.
Hasta que lloré y sentí lástima. Pero no por ver las condiciones en las que vivían esas caras de tez oscura, ni la lejanía de su horizonte deseado... Me inundó el desasosiego cuando una niña de piel fina y blanca, mejillas sonrosadas, pelo castaño y ondulado e inmensos ojos verdes me miraba y me pedía ayuda. Lloraba, y yo con ella. Y la pena me despertó.
Durante varios días me he preguntado qué quería decir aquel sueño. Seguramente nada, pero me hizo pensar en que quizá las personas que más necesitan ayuda y apoyo, suelen ser las que menos lo demuestran.
Y me vi reflejada en aquellas pupilas claras, y en su llanto, que no le dejaba ver que, con poco más que un puñado de tierra estéril y un par de ojos que te abracen con su sonrisa, se puede ser muy feliz.
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