Una gota caía del alfeizar de la ventana. Por fin había dejado de llover. Llevaba lloviendo varias semanas. Mañanas grises, tardes grises, días negros. Le costaba levantarse de la cama, pero lo primero que hacía era ducharse.
La ducha era su gran placer. Si existía algo por lo que fuese capaz de dejar la cama era por una buena ducha. Sentirse a gusto, lavarse los dientes y después ducharse. Con agua caliente, muy caliente. Pequeño, gran placer del que disfrutaba tanto que era incapaz de imaginar la vida sin él. Después de ducharse aún se regocijaba un rato mirando al vacío, a la nada, dejándose llevar por sus sentimientos, disfrutando de cómo el agua caliente se evaporaba sobre su piel, y cómo aún emanaba vapor, mientras que en algunas zonas ya comenzaba a sentir frío. Después de este pequeño placer, se permitía el lujo de secarse con la toalla y si podía, se volvía a acostar.
Un universo de pequeñas cosas que decoraban su día a día, que le mantenían ocupado para evitar pensar que fuera seguía lloviendo. En ese universo de pequeñas cosas, entre una nube y otra le esperaba ella.
Ponerse la ropa de invierno, el traje, el abrigo, la bufanda, el paraguas y a la calle. No había dejado de llover en toda la semana, pero ahora una última gota resbalaba por el cristal de su habitación y un rayo de sol filtraba las partículas de polvo que hacían parecer que el universo seguía en funcionamiento.
Después de tanto tiempo, estaba amaneciendo en su cuarto.
Una semana más y se hubiese rendido a la apatía y la desidia. Pero ya no tendría que hacerlo. El sol volvía a entrar por su ventana azul. Semanas (¿o eran meses?, quizá fueran años) mirando su reflejo hepático en el espejo del ascensor. Muchas madrugadas de hielo y alcohol, muchas noches de llanto y soledad. Ni luces segadoras, ni disparos de nieve. Agonía, desesperación, impotencia, rabia y llanto. No la tendría, ella nunca sería suya, a pesar de que lo había sido desde siempre.
Caminaba bajo la lluvia con el paraguas cerrado en la mano y de vez en cuando suspiraba, hacía de tripas corazón, mientras cerraba unos segundos sus ojos para pensar que ese mismo agua limpia y clara que ahora le mojaba la había tocado antes a ella, en algún momento, en algún otro lugar.
Dejó de mirar por la ventana y se dio cuenta que, por primera vez había decidido abrir los postigos y ver el paisaje que había al otro lado, sin la protección y la seguridad que le ofrecían los cristales. Ya no llovía, y quizá por eso se había sentado junto a la ventana viendo caer las últimas gotas de la tormenta.
Se giró y ella todavía estaba dormida. Sonrió y la grabó en su mente, durmiendo profundamente en su cama. Se acercó a ella lentamente. Quería recordar cada gesto, cada latido, cada movimiento acompasado de su pecho, cada sonido de su respiración. La acarició mientras seguía soñando con ella, recorriendo cada curva y cada recta de su cuerpo. El tacto de su piel, sus manos, sus muslos, su cintura, su cadera. La seda de su piel y de su ropa interior hacían que un escalofrío recorriese cada átomo de su cuerpo. Quería besar su suave cuello, su pecho, su ombligo. Recorrió su geografía corporal hasta que ella se despertó y correspondió la pasión de su mirada con besos, abrazos y caricias. Amándose profundamente, disfrutaron el uno del otro como nunca lo habían hecho, sin prisa, sin tiempo, sin aire, sin distancia, sin mundo. Sólo dos cuerpos y un alma en solo aliento. Se completaba todo lo que ambos eran, el espacio físico dejaba de existir para llevarles más allá, donde ya no necesitarían el universo de pequeñas cosas, porque serían un universo por si mismo. Y deseaba poseerla, para siempre. Vivir, dormir, soñar, todo en ella. Todo era ella. Ahora ya era suya, quería ser también todo de ella.
Él. Ella. Palabras, susurros, gemidos, caricias, besos atemporales. La naturaleza sigue su curso y no sirvió de nada echarse arena en los ojos. El tiempo no cura, las paredes no tapan. Si las cosas llegan a los centros, el pecho se pudre de aguantar, el sueño te llena la carne de mala hierba y alfileres de plata de las pequeñas cosas ponen la sangre negra.
Ella se levantó y se puso unos pantalones de él y una camiseta vieja que usaba para pintar en casa. Ella le llevó a la cama un zumo de naranja recién exprimido y volvió a salir del cuarto. Su cuarto. Él miraba al techo y sonreía sin imaginarse qué podría hacerle más feliz.Volvió a sonreír cuando oyó el sonido del agua de la ducha que empezaba a caer, mientras el viento le traía un mensaje en un susurro "¿Vienes?"
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